
Corazones y corazonas, hoy vengo a hablaros de un mal tremendo que nos atañe a todos. A mí me pasa mucho lo siguiente. Resulta que yo empiezo a hablar con alguien, ¿no? Porque yo hablo mucho. A veces hasta demasiado. Y resulta que los tres ratos que no me estoy mirando si me ha crecido la pelusilla en el ombligo le pregunto por su vida a ese alguien. Ya sabéis: “¿cómo te va, te noto resfriadillo?”, “¿y qué, has encontrado ya tu primer trabajo?”, "¿Y cuándo dices que cumples los cuarenta y dos?”. En fin, esas cosas que se preguntan para quedar bien y que te importan tanto como el gato de tu vecina Sebastiana. Hasta que llega un punto en el que, inevitablemente, pregunto por la vida sentimental.
—Bueno, ¿y con tu chico este con el que te comías el hocico los días pares qué tal? ¿Os veis mucho?
Y es entonces cuando surge un momento superespecial. La persona en sí te abre su corazón en exclusiva (a ti y a cualquiera que le pregunte, que seguro que se lo ha contado hasta a la pescadera) y te responde en lugar de “bien, gracias” que era lo que esperabas:
—Jo. Pues verás, es una historia superfuerte, ¿no? Porque resulta que a los seis meses de estar con él me contó que estaba casado. Sí. Pero es que además está con otros dos más. Vamos, que nos pone los cuernos a todos. Además, cuando lo llamo nunca me coge el teléfono y cuando me lo coge siempre terminamos peleándonos. Estamos todo el día discutiendo. Se mete conmigo y es superceloso. Menudos pitotes que me monta día sí y día también. Vamos, el otro día sin ir más lejos me llamó de todo en medio de la calle, delante de mis amigos. Además, se queda con mi dinero mientras él no trabaja. Y lo peor de todo es que nunca me deja comerme la última patata del plato.
—Anda, qué majo este chico, oye… Qué drama, qué superfuerte, qué supermal, qué supermierda. Bueno, entonces lo vas a dejar con él, ¿no?
—Qué va. Ni de coña. ¿Estás loca, tía? Yo… le quiero. No puedo luchar contra mi corazón. De hecho, me voy a casar con él. Sí. Es amor.
Esto, que parece mentira y es un pelín exagerado, sobre todo en lo de la patata del plato (sé que me he pasado, siento mucho si he herido vuestras sensibilidades), ocurre con más frecuencia de la que podáis imaginar. Resulta que, educados como estamos en la cultura del romanticismo, se asume que cuando uno se enamora corre desbocado siguiendo a su corazón a cualquier parte, hasta a una comunidad del Opus Dei si hace falta. Porque por amor se hace cualquier cosa y se acepta cualquier cosa, porque el amor es ciego y no atiende a razones y porque si nos dejamos guiar por estos preceptos parece que somos más guays y nuestro relación es más de película romántica. ¿Cuántas veces hemos escuchado eso de “el amor no atiende a razones y uno tiene que dejarse llevar sin pensar”? Si hasta Scot Brite (o como coño se escriba la marca del estropajo ese) lo decía: scot briiiiiiteeee, yo no puedo estar sin él. Fomento de la dependencia total...
No te haces una idea de la cantidad de gente que hay por ahí manteniendo relaciones con auténticos cabrones redomados y sabiendo que lo son, pero que no los mandan al carajo porque “están demasiado enamorados”, “no pueden vivir sin ellos”, “el amor verdadero no entiende de razones” y “no puedo luchar contra las fuerzas del amor y ahora mismo acaban de aparecer dos delfines que han saltado en medio del mar y se han detenido en el aire formando un corazón perfecto que nos contiene a los dos unidos para siempre”. Que sí, que suena muy bonito, muy romántico y muy de culebrón venezolano pero que deja patente un concepto absolutamente erróneo no ya de las relaciones interpersonales, sino de filosofía de vida general.
Y digo de filosofía de vida porque lo más lógico es que uno se proteja a sí mismo y busque lo mejor, evitando, claro está, aquello que le destruye y le hace pupa. Esto es lo que unos señores así que han estudiado a los monos y que se llaman antropólogos denominan instinto de conservación. La tendencia natural de cualquier ser vivo es buscar lo mejor para su supervivencia. A ver qué te crees, bonita, que si la especie humana ha perdurado millones de años ha sido porque ha buscado lo que era mejor para su subsistencia, lo que le ofrecía mejores condiciones de vida. Imagínate a tus antepasados: “vamos a acampar aquí, al lado de estos leopardos tan simpáticos que nos miran relamiéndose, ya verás qué bien”. Vamos, nos habríamos muerto en el año 2 todos. Razón por la cual hemos desarrollado el cerebro. Algunos más que otros, es verdad, pero básicamente todos lo tenemos y deberíamos darle mayor utilidad. Porque, por si no lo sabías, pensar es gratis y estamos obligados a buscar nuestro bienestar.
Yo hace mucho que abogué por el amor cerebral como uno de las principales tablas de salvación de las relaciones personales. El amor, el sano, el que construye, el que lleva a buen puerto, es eminentemente racional. Esto quiere decir, tía, que no te enteras de nada, que cuando estás con alguien sabes perfectamente por qué estás con esa persona y por qué la quieres. Es decir, si yo llevo seis años y medio de relación con Feldespato es porque Felde es un tipo inteligente, divertido, amable, cariñoso, culto, superchachi, guapo, la tiene del tamaño de la M30, sabe hacer gorros de ganchillo como nadie y le quiero con la fuerza de los mares y el ímpetu del viento; pero además estoy con él porque me hace la vida más fácil y nos llevamos de puta madre p’arriba. Seguramente, la respuesta no es “llevo seis años con Feldespato porque me he enamorado perdidamente de él aunque sea un gilipollas de grado superior que me trata con la punta del pie, que me tiene amargado y que la cosa más bonita que me dice es chupa, chupa, que yo te aviso”, siendo además esto último mentira. Con esto no quiero decir que hay que hacer un casting y fingir amor por el que reúna las mejores cualidades, el que tenga más dinero y el que pueda darnos la mejor vida. Claro que no. No se trata de eso. Cuando me refiero a poner de acuerdo al cerebro y al corazón significa que en condiciones normales deberíamos enamorarnos de quienes nos ayudan a estar mejor que estando solos. Cualquier otra cosa es enfermiza y, además, no tiene ningún sentido.
¿Qué sentido tiene que yo esté con alguien que me hace sufrir? ¿Qué sentido tiene que mi novio me trate fatal? ¿Qué sentido tiene que el tío con el que estoy me falte al respeto sistemáticamente y me haga sentir mal conmigo mismo todo el tiempo? ¿Qué sentido tiene que yo esté perdiendo mi tiempo, mi paciencia, mi energía y seguramente muchas cosas más con alguien cuya supuesta forma de querer dista mucho de lo que cualquiera merece? ¿El amor? ¿Todo se justifica por amor? ¿Sí, de verdad, en serio? ¿Y vas a estar toda la vida con alguien así por amor?
La vida está repleta de desgracias que vienen solas y ante las cuales no podemos luchar; pero también hay otras que nos buscamos nosotros solos, muchas veces con el amor como excusa.
Fuente: Universo Gay