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19 de julio de 2009

Pablo Simonetti: “Al salir del clóset, fue la primera vez que dejé de ser lo que se suponía que debía ser”

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Era un exitoso ingeniero y estaba haciendo un máster en una universidad de Estados Unidos cuando, a los 25 años, salió del clóset. Volvió a Chile mientras Pinochet dejaba el poder y, diez años después, ganó un premio literario con uno de sus cuentos. Ese año largó todo y decidió dedicarse de lleno a la literatura. Ya publicó un libro de cuentos y dos novelas, y está escribiendo la tercera.

Hay que leer a Pablo Simonetti. Dueño de una prosa extraordinaria, el escritor chileno desnuda en sus historias las vidas de personajes que están siempre al límite. Sus novelas se leen de un tirón, ya que le impone a su escritura un ritmo atrapante que no permite interrupciones.

La carrera literaria de Simonetti comienza en 1996 cuando su relato “Fornoni” obtiene el segundo premio el prestigioso concurso de cuentos de la revista Paula y, al año siguiente, el escritor gana el primer premio de ese mismo concurso con “Santa Lucía”, su cuento más reconocido. Ambos formaron parte de “Vidas vulnerables”, una recopilación de sus cuentos. En 2004 se publica su novela “Madre que estás en los cielos”, en la que se mete en la piel de una mujer anciana que está muriendo de cáncer y relata su vida en primera persona, incluyendo una manera inédita de contar la salida del armario de un hijo homosexual desde el punto de vista de la madre. En 2007, Simonetti publica “La razón de los amantes”, la historia de una pareja cuyo matrimonio empezaba a volverse cada día más monótono hasta que se involucran en un complicado triángulo pasional con un joven bisexual, mientras Chile se debatía entre el pasado pinochetista y el nuevo milenio.

Me sorprendió tu historia. Eras un ingeniero al que le iba bien. ¿Qué pasó?

De niño, yo tenía una gran afición por las matemáticas y también por el lenguaje. Vivía dividido. Mi familia era de comerciantes —mi padre es industrial—, y había una obligación milenaria de convertirnos en profesionales de una carrera “seria”, porque veníamos de toda una historia de gente que no había podido tenerla. Mi padre nos inculcó desde niños que teníamos como destino ser ingenieros, que era en ese momento una carrera de mucho prestigio en Chile y con una aplicación directa en el mundo industrial. Entonces, esta afición por la matemática más la corriente submarina de la familia hacían imposible que yo eligiera otra cosa. Las matemáticas siempre me gustaron mucho, por varias cosas. Una de ellas, porque tienen una ambición estética enorme. Son un lenguaje que gana en sentido de abstracción, para poder tener más alcance en sus interpretaciones, pero siempre tú buscas llegar a algo a partir de axiomas simples y bellos. Al mismo tiempo, el estado del alma con el que uno se aproxima a las matemáticas es muy parecido a aquel con el que uno se aproxima a la literatura. Es un estado de máxima concentración y abstracción. Todo lo que te rodea, la pesadez, lo lento, lo difícil, lo farragoso de la existencia queda afuera, y tú entras en un mundo sobre el cual tienes mayor control, pero también mucha libertad. En ese estado de desapego es donde yo me siento mejor como ser humano. Es un estado de transe.

¿Cómo pasaste de la ingeniería a la literatura?

Yo estudié dos másteres después de recibirme, porque no quería abandonar ese mundo. Pero cuando empecé a trabajar, fue como pararse en medio de la 9 de Julio: se llenó de tráfico, de ruido, de humo y esa vida dejó de ser una abstracción y se convirtió en un problema tras otro para solucionar. Empecé a tener nostalgia de mí mismo, me perdí. Mi vida dejó de ser algo placentero, que me apasionara. Ahí, la idea de escribir, que ya estaba de antes, se fue volviendo más urgente. Y en medio de eso, pasó algo que terminó de desencadenar el cambio: mi salida del clóset.

¿En qué medida eso te influenció?

Al salir del clóset, fue mi primera lucha de artillería contra la convención, contra las expectativas que los demás tenían de mí mismo, contra lo que el clan familiar había pensado para mí. Fue la primera vez que dejé de ser la persona que se suponía que tenía que ser y que todos esperaban que fuera. Había muchas expectativas puestas sobre mí: era el hijo menor, me había ido muy bien en la universidad y tenía que convertir mis talentos en oro y poder. Cuando salí del clóset, que fue una lucha dura de un par de años intensos, me di cuenta que podía decidir sobre mí. Decidir que iba a dedicarme a la literatura fue mucho más fácil.

Después de salir del clóset, salir de la ingeniería era más sencillo...

¡Ya había superado una crisis de proporciones bíblicas! Así que renuncié a mi trabajo, me puse a estudiar en un taller literario con un escritor chileno y la vocación, gracias a Dios (¡Ya no debería decir “gracias a Dios”, a esta altura!), resultó que era verdadera. El primer cuento que escribí, “Peter Faraday”, ganó un premio importante en un concurso prestigioso, Fornoni. Yo pensaba que tenía que pasar por lo menos por cinco años de aprendizaje, de búsqueda, pero a los dos meses me sorprendió el premio. Al año siguiente, gané el primer premio de la revista Paula con “Santa Lucía”. Yo creo que esos premios le sirvieron más a mi familia (fundamentalmente a mi madre) que a mí. Llegaron a la conclusión de que no estaba tan equivocado con esa idea de dedicarme a la literatura.

Volviste a ser el chico exitoso...

No lo había pensado en ese sentido, pero tienes razón. Les di una cierta tranquilidad de que no andaba tan perdido, que no era un iluso.

En “Santa Lucía”, presentás un lugar simbólico del mundo gay, que es el lugar del sexo casual, impersonal, furtivo. Esos lugares son, de alguna manera, inaccesibles al resto. ¿Qué te parece que simbolizan y qué significan en nuestras vidas?

El cerro Santa Lucía, en Chile, es el lugar donde se fundó la ciudad. Allí, Pedro de Valdivia dijo: “Aquí se funda Santiago de Chile”. Durante muchos años, además, fue el límite sur oriente, desde donde se protegía la ciudad de la amenaza de tropas. La patria nueva se defendía desde allí del avance de los españoles. Y este cerro se ha ido construyendo, a lo largo de los siglos, desde la Colonia hasta la actualidad, como una especie de representación cívica de Chile, de nuestra identidad. Tiene una morfología muy especial, porque era una roca desnuda a la que se le fue poniendo tierra, plantando árboles. Ahí convive algo de esa alma nacional endurecida por la situación de frontera y desnudez que significa la cordillera. Entonces, en este cerro, está lo más formal de la patria y, a la vez, lo más oscuro, que es el sexo anónimo que se produce en sus laderas. Allí iban también muchas parejas heterosexuales a hacer el amor, cuando no tenían un lugar. El cerro Santa Lucía es una síntesis de lo público y de la intimidad.

¿Qué te parece que representa la vida gay en esos espacios?

Es el resultado de la represión. Son lugares oscuros, de fácil ocultamiento. Hay una excitación muy grande por el encuentro rápido y anónimo; no hay compromiso. Allí van personas que no están satisfechas sexualmente en una relación de pareja o de amor y lo buscan ahí. Hay lecturas que yo respeto pero no comparto, de que ese tipo de espacios representan una forma de libertad del ser humano, que está oprimido... Yo creo lo contrario.

Creo que es gente que está atrapada en la incapacidad de amar.

Se me ocurre que pueden representar otra cosa. Quizás la dificultad que el armario, la invisibilidad o la discriminación nos imponen a la hora de construir algo a la vista de los demás puede ser lo que nos empuja a esos lugares oscuros donde se puede hacer sin la mirada del otro y sin compromiso.. .
Sobre todo sin el compromiso que, inevitablemente, va a despertar la mirada de los demás. Cuando tú vez a dos personas juntas muy seguido, empiezas a darte cuenta. El tipo que está metido dentro del clóset no tiene otra posibilidad que esta.
Una pareja heterosexual puede darse un beso en la plaza, en el subte. Si bien en algunos lugares, una pareja gay podría hacerlo, en la mayoría es difícil.
A mí no me hace falta el beso en el subte o andar tomado de la mano. Podría tener un valor simbólico de libertad, pero una vez que uno se ha ganado la libertad para sí mismo de tener una relación de pareja ante su mundo más cercano, su familia, sus amigos, la necesidad de buscar satisfacción bajo los árboles o en un cuarto oscuro tiende a desaparecer. Yo creo que antes de la expresión pública de nuestro afecto, necesitamos conseguir que la expresión privada del afecto entre hombres sea respetada y que sea, también, amparada y reconocida por las leyes.

¿Hay una relación entre “Santa Lucía” y tu novela “La razón de los amantes” como dos extremos de lo mismo? Hay un momento en el que los protagonistas de la novela se dan cuenta de que salieron del sexo casual, de la aventura, y que entraron en un lugar donde empiezan a importar los afectos, y eso funciona como un quiebre. ¿Hasta qué punto las dos historias tienen que ver con los costos que una relación implica en términos de visibilidad?

En “La razón de los amantes”, Diego renuncia a la posibilidad del amor porque no tiene ni la capacidad ni el interés de desarrollar una relación estable con Manuel, porque le significa un peso del que no se quiere hacer cargo. Le dice: “no me puedo hacer cargo de ti y de tu pasado, tu mujer y tu hija”. También hay condiciones particulares de Diego que van más allá del clóset. Lo que busca, que es algo que se aprecia mucho en la cultura gay, es conquistarlo a Manuel para asegurarse. Hay una inseguridad básica que necesita ser confirmada permanentemente.

Contale a los lectores de qué habla “La razón de los amantes”...

Es la historia de Laura y Manuel, una pareja que lleva ocho años de casados. Tienen una hija de 7, Martina, y están en un momento en que su vida se ha consolidado pero, a la vez, se ha anquilosado. La fotografía de sus días se va replicando hacia el infinito y están viviendo un permanente pasado. No hay una idea de futuro. Es algo que todos los matrimonios en algún momento llegan a enfrentar y yo creo que la base de la permanencia de las relaciones de pareja en el largo plazo está en lidiar con eso: o bien aceptarlo y encontrar otra forma de placer, como hacen las personas que buscan amantes, o bien reinventarse cada vez, siempre poniendo una idea de futuro por delante, no sólo el profesional o económico, sino el de la pareja en lo más íntimo. Aquí es donde aparece Diego. La novela tiene una estructura típica de drama clásico griego, donde siempre entra el destino en una situación que es aparentemente armoniosa y la altera hasta destruirla. Diego es ese destino que llega a la vida de Laura y Manuel y que aparece como una metáfora del futuro, ya que tiene todos los dones para enfrentarse al mundo de hoy: es inteligente, seductor, tiene contactos...

¿Quién es el más frágil de los tres?

El más frágil es Manuel. Es ingenuo y se deja manipular por su mujer y por Diego. Finalmente Diego termina arrepintiéndose, pero no creo que sea frágil.
Sin embargo, el primero que logra superar todos los temores y asumir la posibilidad de asumir una relación a futuro es Manuel, que era el que la tenía más difícil...
Es que Manuel pierde el sentido de realidad, porque él comienza a ver todas estas posibilidades donde no las hay. Diego nunca le dio pie para que lo pensara. Manuel tampoco se da cuenta —cuando podría haberlo hecho— de lo que está pasando entre Diego y Laura. Creo que Manuel intuye que el humanismo del amor y los afectos verdaderos es el camino, pero todavía no sabemos cómo llevarlo a cabo sin que sea ingenuo, adolescente, frágil y vulnerable como en su caso. Y las soluciones que se le está dando al cambio de valores son la ambición, la manipulación, el interés en las relaciones personales. Laura no le da la mano a nadie sin una intención.

En el fondo, es una gran manipuladora...

Exactamente. Y Diego toma el cinismo como una protección. Ellos usan armas, como la ambición y el cinismo, para protegerse. Pero al tomar esas armas, aunque las quieran usar como coraza, finalmente hieren y matan al otro. ¿Cómo hacer que este humanismo que Manuel representa no sea vencido por el individualismo?

¿Podríamos decir que el título de tu primer libro de cuentos, “Vidas vulnerables”, es casi un título de toda la obra que luego desarrollaste?

En realidad, los precursores literarios de “La razón de los amantes” son los cuentos “Sin compasión” y “Santa Lucía”, que forman parte de ese libro. Hay en ellos una urgencia de egoísmo, de traición, de manipulación y de ansiedad. Para mí, hablar de vidas vulnerables es hablar de personas que están en una frontera de sí mismas. En el libro de cuentos, eran personas que estaban a punto de darse cuenta de quienes eran o bien de que los demás lo descubrieran. O por el destino o por la imposibilidad de seguir conteniéndose, estas personas enfrentan esa situación. No son personas que estén fuera del margen, están dentro, pero cayéndose hacia afuera. Son vulnerables porque la sociedad en la que viven no les da el sentido de inclusión suficiente y necesaria para sentirse firmes. Manuel está en ese mismo momento y se enfrenta al futuro, representado por Diego. En ese sentido, la novela podría ser un largo cuento número trece de “Vidas vulnerables”; inclusive tiene estructura de cuento: pocos personajes, pocas historias secundarias y una tensión creciente que se resuelve.

En tus dos novelas aparece como trasfondo la historia de Chile, la primera con el gobierno de Allende y el golpe de Pinochet, la segunda con la victoria de Lagos, que aparece como un momento fundacional. ¿Qué importancia tienen esos contextos en las vidas de los personajes?

Estoy convencido de que las pequeñas historias son capaces de iluminar nuestro entendimiento de la gran historia, y en estos casos es evidente. Además, la gran historia condiciona mucho a las pequeñas historias. Muchas veces, las decisiones de las personas dependen del momento histórico en que viven, aunque parezcan autónomas. En “La razón de los amantes”, Laura y Manuel se enfrentan al futuro que representa Diego justo cuando la sociedad se está enfrentando al futuro que significa el cambio de milenio. Hay una misma ansiedad, expectativas del mundo por una vida mejor y también los miedos que eso produce. El cambio de milenio está rodeado por el fantasma del apocalipsis y eso se ha ido colando a lo largo de la historia. Y al mismo tiempo, el optimismo que todos sentimos cuando llegó el siglo XXI y al fin nos sacábamos esa mochila que fue el siglo XX, con todas sus atrocidades. En el ámbito político, Chile estaba enfrentando por primera vez una idea de futuro en una elección francamente bipolar: un socialista agnóstico frente a un derechista del Opus Dei. Y hubo apenas dos puntos de diferencia en la segunda vuelta. Para el 49% de Chile, Lagos era una fuerza del mal y, para la otra mitad, en la que me incluyo, Lavín significaba la Inquisición y un futuro ominoso.

¿Cómo se explica esa polarización, que no se ve en la mayoría de los países de América Latina donde hubo dictaduras que nadie reivindica?

En ese momento, había una parte de Chile, representada en la novela por la madre de Laura, que seguía reivindicando a Pinochet. Hay gente así hasta el día de hoy, aunque en ese momento eran más. Luego, Pinochet cae preso en Londres y, al volver, se lo desafora. Salen a la luz los casos de corrupción y lo que más le duele a la derecha es darse cuenta de que Pinochet robó, se llevó plata para su casa. Eso los desmorona. Pero creo que sigue habiendo en Chile un 30% de derecha dura que aún apoya la memoria de Pinochet. Y lo que estaba en juego en aquella elección, luego de los gobiernos de transición de la Democracia Cristiana, era empezar a pensar en el futuro.

¿Cómo fue tu experiencia de vivir la adolescencia, siendo homosexual, en dictadura?

Yo salí del clóset en 1987, cuando vivía en Estados Unidos, donde estaba haciendo un máster. Cuando volví, Pinochet se estaba yendo del poder. Entonces, no viví mi homosexualidad públicamente en Chile. Pero según me han contado amigos mayores, Pinochet no se empecinó contra los homosexuales. Había un bar donde la gente se juntaba, que era seguro. A veces había redadas de Carabineros, pero nunca hubo escarnio público ni se los llevó presos o se los torturó.

¿Cuánto tiene de autobiográfico “Madre que estás en los cielos”?

Si tú piensas en una célula, la membrana exterior de la historia, su relación con el entorno, es totalmente autobiográfica: fue el mundo de mi familia, el tiempo de mi familia. Si piensas en el núcleo, también, ya que mi familia también tuvo un hijo homosexual y mi hermana era una mujer rebelde a las expectativas del clan. Pero el plasma no responde para nada a mi historia. Quizás me hubiera gustado vivir lo que vive Andrés en la novela: haber enfrentado antes mi homosexualidad me hubiera dado unos cuantos años más de madurez e independencia.

¿El clóset nos hace perder la adolescencia?

La adolescencia y años importantes de nuestra madurez. También nos hace perder identidad: nos convertimos en flanes adaptativos para ocultarnos.

¿Por qué creés que la mayoría de los escritores gays contemporáneos son un tanto autobiográficos en sus novelas?

A mí siempre me han interesado más los escritores que escriben historias personales que los que escriben sobre catedrales en el siglo XI. Me parece que son más interesantes. Estas historias no necesariamente tienen que ser autobiográficas, pero sí hablar del mundo de ese escritor. James o Forster nunca hablaron de sí mismos, pero lo hicieron a través de sus novelas. Quizás tiene que ver con la importancia que le asignamos a la vida privada como una proyección de los tiempos y también porque nuestra vida privada es un lugar donde se está dando una lucha constante.

¿Qué escritores son tu fuente de inspiración?

Creo que en “La razón de los amantes” hay una influencia muy clara de dos novelas de Graham Green. Por otro lado, Forster me hizo perder el miedo a lo cotidiano y en apariencia trivial como entrada a situaciones más profundas.

En distintos lugares del mundo se están discutiendo el matrimonio entre personas del mismo sexo y los derechos civiles de gays y lesbianas. ¿Cómo ves a Chile en ese debate?

Es un tema que se discute y ya no es ajeno a la gran masa de los ciudadanos, lo que no sucedía antes. La sexualidad homosexual cada vez gana más espacio para ser considerada una orientación tan normal y posible como la hétero. Pero de ahí al mundo político hay una distancia, porque es un mundo siempre más conservador. La sociedad va por delante. Yo soy optimista y creo que vamos a avanzar. Pero lo que no veo cerca hoy es que estos temas lleguen a la educación sexual en las escuelas.

Todos sabemos que hay políticos, jueces, cantantes, actores, deportistas, periodistas que son gays o lesbianas, pero están en el armario. ¿En qué medida la invisibilidad de las personas públicas dificulta la visibilidad de los anónimos?

Estoy totalmente de acuerdo contigo. Hay espacios, a los que agregaría la empresa privada, que son refractarios a la diversidad. Eso hace que para un joven que está estudiando una carrera o que quiere salir adelante en alguno de los espacios que tú nombrabas, la disyuntiva que se le produce sea muy grande y dolorosa. Pero esto también tiene un lado bueno, que es que los hombres y mujeres gay, en la medida en que nos afirmamos en nuestra identidad, encontramos la manera de ser independientes. Somos emprendedores, porque la vida nos obliga a serlo. Eso hace más difícil el camino, pero a veces es un beneficio a largo plazo. Yo siempre que alguna persona que está en el armario me pide un consejo, le digo: “tu trabajo, bien hecho”. La libertad económica es lo que nos deja seguir nuestro propio camino.

¿De qué va tu próximo libro?

Estoy escribiendo una novela nueva, que es la historia de una mujer que está, como decía Jane Austin, en una “situación interesante”. Se acaba de separar, lleva un par de meses alejada de su ex marido y la idea del libro es ver cómo ella enfrenta ese proceso, que es doloroso y difícil, y a la vez cómo ella analiza lo que ocurrió.









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