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1 de septiembre de 2010

El enemigo en casa

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Una de las cosas que más me fascinan de los heterosexuales, hablando de forma genérica claro está, es que no tienen que estar defendiendo contínuamente que son heterosexuales. Ni tienen que explicar porqué tardaron tanto en decir que son heteros. O en defender el porqué tienen que hacer pública su heterosexualidad.

A los homosexuales no nos dejan bajar la guardia nunca. Que oye, mira, sus ventajas tiene, porqué estás entrenado para la lucha verbal, para la defensa de tus derechos y libertades. Te sale solo, vaya. Y luego tienes que defender ese disco tan malo de Madonna y tienes una práctica tremenda en defender lo que para ti es básico y obvio y para tu interlocutor son puras patrañas.

Desde que te gritan por primera vez maricón en el instituto, pasando por los primeros insultos por ser bollera en el recreo del cole llegando a cosas peores si eres transexual. Por no hablar de la violencia física. Cosas lamentables a las que te vas haciendo y coges fondo para la ‘defensa personal’.

Muchos hemos tenido y seguimos teniendo la suerte de encontrar un gran apoyo en casa. De puertas para fuera, te has hecho un caparazón, una coraza que te protege de insultos, chorradas y pamplinas que te pueda decir gente que te importa un bledo. Pero sabes que al llegar a casa podrás relajarte y no tener que estar a la defensiva.

¿Pero qué pasa cuando tienes al enemigo en casa? A ver, no digo en casa directamente. Me refiero a los familiares satélite. Ya sabes, la clásica prima hermana que siempre te tuvo envidia, ese hermano de tu padre tan carca o esa tía de tu madre que jamás te miró bien.

Imagina la clásica situación. En tu casa estás más que fuera del armario. Y llevas a tu pareja a casa, dónde le reciben como a uno más. Una más. Y tú eres feliz, porque la familia debe ser eso: amor, sin importar con quién. O si esto de ‘la familia’ no te gusta, porque es muy cristiano apostólico y romano, pongamos tus muy más mejores amigos (que son la familia sin que haya lazo de sangre).

El caso es que llega ese momento en la vida en el que decides formalizarte y casarte. Aprovechas a casarte ahora, antes de que cambie el gobierno e igual ya no puedas. O le cambien el nombre para que no sea un ‘matrimonio’. Bueno, el caso, que preparas ese día tan especial para ti, para tu pareja y para tu familia. Esa familia que te quiere por lo que eres. Y quieren verte feliz.

Luego llega el clásico tío amargado o el amigo insoportable que suelta la clásica frase homófoba, aprendida de carrerilla de algún canal de televisión de ideologías homófobas. Y aunque te muestras fuerte y hasta eres capaz de capear con la situación, acabas con la misma sensación de frustación.

Creías tener años de práctica, de caparazón y de coraza; creías conocer las respuestas efectivas a estos dichos homófobos; creías que ya no te afectaban. Pero te afectan. Te dejan ese leve nudo en el estómago. Que no sabes si romper a llorar bajo la ducha o si romper algo en la cara de quién te ha dejado así.

Lo mejor en estos casos, amiga mía, es pasar de todo. Si te llaman enferma, haces bien en no querer curarte. Si te llaman desviado, hiciste bien en poner el intermitente. Si te acusan de ser como eres por no haber estado en la cama con un hombre de verdad, igual es que es lo que realmente le pone a tu interlocutor. Si te dicen que es porque no has estado con una mujer, igual es que a la que te lo dice se muere por probar la bollería fina.

Y pase lo que pase, no dejes de sonreir. Como decía esa folclórica ‘dientes, dientes, que es lo que les jode…’



Fuente: AmbienteG

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