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18 de junio de 2008

El espejo del bañito

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Por Fernando Peña – (Critica)

¿Cuánto tiempo pasará hasta que permita que la certeza de que la pasión siempre muere interrumpa mi felicidad? ¿Y si me equivoco y esta vez la pasión es eterna?.

Suena el teléfono, son las tres y veinte de la mañana y vamos a llamarlo Carlos ya que su verdadero nombre no es Carlos. Carlos se casó con Juana, que tampoco se llama así, en el año 85. Su matrimonio es un fracaso pasional, sólo queda una sociedad y una convivencia conveniente, mediante la cual se ocupan de los chicos, la casa, los autos y demás menesteres hogareños. Carlos sonaba preocupado, angustiado, desanimado, triste. Sí, básicamente triste. Triste porque tiene una amante. Triste porque es un buen tipo. Triste porque le hace mal cagarla a Juana. Podemos llamarlo meter los cuernos o traicionar, pero Carlos usó la palabra “cagarla”. Las palabras que elegimos para describir nuestras emociones son muy importantes y fijense la que usó Carlos, una que esta directamente relacionada con la mierda, con la caca, con el estiércol, el guano, la bosta. ¡Pobre Carlos! Lo entiendo perfectamente porque a mí también me sucedió. ¡Pobre Juana! La entiendo perfectamente porque a mí también me sucedió. Estuve de los dos lados, me cagaron y cagué, por eso puedo asegurar que es horrible.

Mientras Carlos me habla, me cuenta que a la amante la ve a escondidas ciertos días de la semana y a ciertas horas ya pactadas. Está totalmente enamorado, loco, apasionado, como al principio con Juana. Carlos hablaba y hablaba mientras yo pensaba y pensaba. Pensaba que en este momento de mi vida el que vive una pasión maravillosa y fogosa soy yo. Pensaba mientras Carlos seguía hablando que era lógico lo que le estaba pasando, son muchos años ya con Juana. Carlos y yo estamos viviendo etapas del amor totalmente opuestas, tal vez por eso buscó mi apoyo. Tambien Carlos y yo estamos viviendo etapas del amor muy similares. Compartimos la pasión que obviamente él siente por –llamémosla- Pía y yo por –llamémoslo- Pedro.

Carlos seguía descargándose, yo escuchaba atentamente. Creo que Carlos no buscaba consejos, además ya es bastante grande y sabe del amor, pero entonces qué buscaba Carlos me pregunté. Carlos hablaba y hablaba, descargaba y descargaba y yo seguía sin poder identificar el tono del llamado. El relato de Carlos lo escuché millones de veces en otros amigos, lo vi millones de veces en películas y lo leí millones de veces en libros. Nada me sorprendía; es más, era hasta bastante previsible, monótono y aburrido. Cuando Carlos terminó de descargar le tiré un par de frases hechas y me sentí un pelotudo. Nos despedimos con el cariño de siempre prometiendo vernos la semana que viene y colgamos.

Mi Pedro estaba en la cocina con la computadora y hablando por teléfono también. Suspiré profundamente y me metí en el baño para visitas de la planta baja. Curiosamente, cada vez que entro en ese baño me voy de mí, me despego un poco del habitante de la casa y me siento un poco visita. A veces lo uso como lugar de descanso cuando ya me hartó la gente que invité a comer: entro en ese bañito, suspiro, hago pis, me miro en el espejo y salgo con otros aires.

El llamado de Carlos me había dejado con una leve angustia y como en las películas norteamericanas me miré al espejo y me mojé la cara con agua fría. Me volví a mirar en el espejo. Creo que todos ustedes saben que soy un loquito lindo que se la da de creativo y para hacerme el original un día escribí con marcador indeleble una frase en la parte superior de ese espejo. El resultado es que al mirarte en ese espejo ves tu cara y una frase que dice: “Nunca le creas a esta persona”. Me sonreí. ¿Me creía esta vez o no? ¿Valía la pena estar angustiado o me engañaba echándome agua fría en la cara?

Sí valía la pena estar angustiado, estaba totalmente justificado, porque la pasión siempre muere. Siempre. ¿Entendiste? Siempre. ¿O querés que te lo repita? Siempre. ¿Qué voy a hacer cuando se muera la pasión con Pedro? Si se le muere a él antes, es mejor matarlo, porque mi vida se transformaría en el infierno mismo; si se me muere a mí y a él no, me convertiría en Carlos y estaría muy triste y si se nos muere a los dos a la vez sería una lástima.

Salí del bañito y fui a la cocina a abrazar fuerte a Pedro, lo besé, le hice mimos y acabamos en la cama. Nos duchamos mientras hablábamos de cosas divertidas, nos reíamos y éramos felices. Nos afeitamos, nos perfumamos, nos vestimos y los dos opinamos sobre qué ponernos y qué le quedaba mejor al otro. Seguimos divirtiéndonos. Cuando terminamos de vestirnos bajamos a la cocina, nuevos, flamantes. Estábamos repletos de oxígeno, renovadísimos de pasión, segurísimos de nuestro amor y del que cada uno siente por el otro. Después de la cama la relación se confirma una vez más y eso causa una sensación de alivio y de felicidad incomparable. Ya no tenía esa leve angustia sino todo lo contrario, me sentía en un cuerpo nuevo, repleto de emoción y de bríos. Creo que esto se llama estar feliz.

¿Pero cuánto durará esta felicidad? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que permita que la certeza de que la pasión siempre muere interrumpa mi felicidad? ¿Y si me equivoco y esta vez la pasión es eterna? De pronto ese Dios en el cual no estoy seguro de creer me tenía reservado el amor de Pedro. “Se te puede dar, Fernando, esta vez no seas tan pesimista”, me dijo un Fernando. “No seas bobo, vos mismo sabés muy bien que la pasión siempre muere, siempre, ¿entendiste?”, le contestó otro Fernando. Y así continuaron las siguientes horas dialogando con los Fernandos: mientras un Fernando trataba de ganarle la pulseada al otro, este otro retrucaba con argumentos aún más sólidos. A todo esto Pedro jamás percibió que esa felicidad total, fresca, de recién bañados, estaba a punto de nublarse por culpa de un Fernando. El Fernando lógico, el que conoce la vida, el amor. El Fernando intelectual que escribe obras de teatro en las cuales nunca gana el amor. ¡Y de pronto la mente se detuvo por completo!, ¡hasta sentí el chillido de los frenos! “Para Fernando,… en tu última obra sí triunfa el amor. Tu última obra es casi un himno al amor”, me dijo el bueno, el optimista, el esperanzado, el ingenuo. “¿Viste?, ¡le dijiste ingenuo!”, me dijo el malo, el pesimista, el derrotista, el desesperanzado, el enemigo.

“¡Escuchá, date cuenta!, le dijiste el enemigo”, me dijo el bueno.

Tenía el tema para la columna de hoy. Me levanté de la mesa casi de un salto y empecé a escribir. Mientras agarraba una cerveza de la heladera, Pedro me preguntó: “¿De qué vas a escribir?” No supe qué contestarle, titubeé y dije: “De la muerte de la pasión, en realidad del amor eterno, de los amantes, de cagar a tu pareja, qué sé yo, un poco de eso, del bueno y del malo que tenemos dentro, pero del amor básicamente, de por qué se acaba la pasión, qué sé yo, un poco de todo”. Estoy convencido de que uno escribe sobre las cosas que no entiende y no puede comprender.

Escribir es explicarse. Esta vez no sé qué carajo estoy queriendo explicarme. Esta vez creo que lo mío es una apuesta más que una explicación, una apuesta a que esta vez dure la pasión, una apuesta a que esta vez gane el Fernando bueno. Espero que la próxima vez que entre al baño de visitas y vea mi cara con la leyenda “Nunca le creas a esta persona”, me esté hablando el Fernando malo.

“¿Y vos a cuál le creés, a tu bueno o a tu malo?”, le pregunté a Pedro. Y me contestó: “¿De qué hablás?, dame cerveza, tengo sed boludo, terminá que me quiero ir a comer.”



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